viernes, 3 de junio de 2011

Mi testimonio:Horacio y los originales de Felisberto

Otro Felisberto y yo… [1]

Hace ya muchos años, en una conversación que recuerdo muy bien, Marta Bracchi Le Roux, destacada pianista uruguaya, entonces residente en San Francisco, California, y muy amiga de Amalia Nieto, mencionó a quien había sido esposo de la pintora—un tal Felisberto Hernández, escritor compatriota, a quien yo jamás había oído nombrar. Le comentaba a Marta que ya terminaba los cursos del doctorado y llegaba el momento de elegir sobre quien trabajar en mi tesis. Tenía sentido, me parecía, escribir sobre un autor uruguayo. Había pensado en Paco Espínola, a veces pensaba en el poeta Liber Falco, otras en un estudio exhaustivo sobre la Generación del ’45, siempre tratando de esquivar el estudiar exclusivamente a uno de los más señalados—Quiroga, Onetti, Benedetti—sobre los cuales habría ya muchísimos trabajos.

Una de las ventajas de estudiar en la University of California, Berkeley, institución de mucha fama, era la visita frecuente de escritores muy reconocidos, atraídos por el prestigio de la universidad y por la presencia de profesores de trayectoria crítica señalada. Entre ellos estaba el peruano José Durand, quien había invitado a su amigo Julio Cortázar a dar durante un semestre un seminario sobre su obra. La primera vez que vi a aquel hombre tan alto, tan grande, con su amplia sonrisa y el acento peculiar que algunos consideraban afectadamente afrancesado pero no era otra cosa que una alteración del habla congénita, recibí una impresión muy fuerte. Se trataba, además, de un escritor cuya obra me había resultado seminal y a quien había leído con suma atención y enorme placer. La clase era numerosa y Cortázar, que intentaba recordar los nombres de todos sus alumnos, apenas pasó la lista por vez primera recordó mi nombre, que usaba cada vez que me daba la palabra. No era gran cosa—me llamo Horacio.

A medida que avanzaba el curso, crecía mi admiración por el maestro. Resultó ser un hombre simpatiquísimo y aunque trataba a todos los alumnos con la misma deferencia, casi naturalmente se fue estableciendo una relación muy cordial con aquellos de nosotros que veníamos del Río de la Plata y que una vez vencida la natural timidez nos animamos a invitarlo a comer asados y a matear en la residencia estudiantil. Jean-Louis Le Roux, esposo de Marta Bracchi, primer oboísta de la San Francisco Symphony Orchestra y director de un grupo que se especializaba en música contemporánea, The San Francisco Contemporary Music Players, me había regalado un viejo álbum de Jazz ejecutado en oboe—no recuerdo quién era el intérprete—que yo decidí pasarle a Cortázar, cuyo conocimiento y gusto del Jazz me constaba.[2] Fui a su oficina con los discos que aceptó con entusiasmo y me invitó a sentarme. Charlamos por un buen rato y fue entonces que me animé—me atreví, más bien—a sugerirle que quería trabajar sobre su obra, es decir, ponerme de inmediato a esbozar mi tesis doctoral sobre algunos de sus textos claves. Me escuchó en silencio y luego de una pausa que me pareció eterna agradeció mi interés y agregó inmediatamente que no me aconsejaba tal proyecto. Sus razones fueron contundentes y certeras: había toneladas de bibliografía para consultar y la escritura de lo que debía de ser un ejercicio académico que iniciara mi carrera como crítico de fondo—feliz expresión de Angel Rama—podría alargarse indefinidamente, con riesgo de no concretarse jamás.

La conversación no terminó así. Cortázar no esperó siquiera a que yo reaccionara a sus comentarios y me indicó sin rodeos que lo que yo tenía que hacer era estudiar con sumo cuidado a mi compatriota Felisberto Hernández—era, en pocos días, la segunda vez que escuchaba ese nombre. Y así fue que en mi primer regreso a Montevideo luego de aquella conversación me dediqué de lleno a la tarea de conseguir los textos de Felisberto y hacer una primera lectura atenta. También fui a la Biblioteca Nacional y por mediación de la Sra. Alicia Casas de Barrán se me otorgó el privilegio de residir en la sala de investigadores, donde conocí a mucha gente interesantísima y dispuesta a colaborar con mi proyecto. Aprendí mucho allí… Sucedió, además, que hacía poco había llegado a la Biblioteca una carpeta llena de documentos de Felisberto—si mal no recuerdo se le había hecho un homenaje antes de que yo llegara—en préstamo de la hija menor del autor con Amalia Nieto. Leí con mucho interés aquel material desordenado y de alguna manera, aunque no recuerdo exactamente cómo, me puse en contacto con la dueña de todo aquello, Ana María Hernández de Elena.

Ana Inés Larre Borges había escrito un excelente artículo sobre Felisberto que se había publicado en la revista de la Biblioteca que acababa de salir.[3] Me habló de Paulina Medeiros y me instó a que la visitara. Ella vivía muy cerca de la Biblioteca, en un viejo edificio de apartamentos donde la avenida Rivera se encuentra con las calles Guayabos y Jackson. Pasé allí una tarde memorable charlando con Paulina, sobre todo de su amigo Felisberto. Me obsequió varios de sus propios libros con cariñosas dedicatorias, un negativo en vidrio de una hermosa foto suya, que aún conservo, y un ejemplar de un texto que acababa de publicarse, titulado simplemente Felisberto y yo,[4] donde se reunía la correspondencia entre Paulina y el escritor.

Beto Oreggioni y Wilfredo Penco, en la casa de la calle Andes donde se había instalado la editorial Arca, me regalaron las obras completas de Felisberto, que poco después fueron lujosamente encuadernadas en la Biblioteca, por gestión de Mireya Callejas, cuya colaboración simplificó enormemente mi trabajo en el Centro de Investigaciones. Aquella edición crítica había estado a cargo de José Pedro Díaz, a quien conocí poco después y de quien aprendí mucho—y no solo sobre Felisberto. Norah Giraldi de Dei Cas, alumna de piano de Felisberto y entonces profesora de literatura en Francia, también había llegado a Montevideo a visitar a sus padres y tuve oportunidad de verla en su casa de la calle Millán. Su primer libro sobre Felisberto fue quizás la primera aproximación crítica que consulté luego de terminar la lectura de los textos primarios.[5] Si bien Arturo Sergio Visca ya anotara que era difícil discernir si Felisberto era un músico que había decidido hacer literatura o un escritor que en algún momento había optado por la música,[6] fue Norah quien estudió con notable precisión crítica esa trayectoria vacilante entre música y literatura que caracterizó al autor.

Sin duda alguna, no obstante, la experiencia más formativa de aquellos tiempos está relacionada con el encuentro concertado con Ana María Hernández en la vieja casona de Sayago y que menciono en las primeras páginas del libro que resultó de lo aprendido en aquel período.[7] Dije en aquella instancia:

En Montevideo, en el invierno de 1983, conocí a Ana María Hernández de Elena y a su familia. Me permitió acceso a originales de Felisberto, me obsequió libros y fotos, me contó muchísimas cosas, y muchas veces me dejó solo con aquellos libros que su padre anotaba minuciosamente, con desordenados borradores, con cartas, con innumerables recuerdos. En aquella sala de paredes altísimas había un hermoso óleo de Felisberto pintado por Amalia Nieto, su segunda esposa y madre de Ana María. Dejo aquí constancia de la ayuda, de la generosidad y de la simpatía de todos los familiares del autor, y en particular de la tía Ronga, con quien pasé una tarde inolvidable en la calle Petain.

Los documentos que comencé a estudiar en la casa de Ana María, carecían de orden alguno y se me ocurrió que para simplificar mi trabajo convendría establecer algún criterio mediante el cual se pudieran clasificar los diversos tipos de papeles incluidos en las atiborradas carpetas cuyos elásticos podrían ceder en cualquier momento. Poco a poco, y según criterios que obedecían al sentido común y ciertamente no a lo que pueda ser canónico para un bibliotecario, conseguí hacer de todo aquello un conjunto más o menos coherente y sin duda alguna manejable. Lo que se me permitió ver, con regularidad y sin apremio alguno en aquel espacio silencioso y privado—Ana María, hacia el atardecer, me invitaba a tomar el té—eran cosas de muy diversa índole. Estaban los originales de las obras fundamentales, había fragmentos, variantes de todo tipo, borradores múltiples, etc. (Todo eso había sido minuciosamente recogido por José Pedro Díaz y publicado junto con las versiones definitivas de los relatos en su edición crítica de Obras Completas.) Había, además, una colección importante de programas, invitaciones, algunas cartas—aunque no muchas—, discursos, el manuscrito de un bello poema de Jules Supervielle, anuncios de conciertos, recortes de periódicos, fotos, apuntes en la taquigrafía propia del autor, muchas páginas mecanografiadas con anotaciones manuscritas, etc.

Entre todo aquello, había un cuaderno pequeño de tapas duras y negras que me llamó la atención. Casi diría que no lo advertí, al principio, fascinado por la abundancia de aquellas cosas que podía rastrear de inmediato, por las páginas taquigráficas—indescifrables entonces, ahora legibles debido a que el Ingeniero Juan Grompone logró dar con la clave de la taquigrafía “privada” de Felisberto—y por los muchos fragmentos que aunque evidentemente relacionados con textos definitivos, permitían imaginar versiones alternativas y siempre interesantes de lo ya publicado. Recuerdo, en particular, páginas escritas a lápiz y más tarde repasadas, palabra por palabra, con tinta. La escritura en tinta, sin embargo, no coincidía exactamente con el original en lápiz: había correcciones, quizás mínimas, y se trataba—sobre todo—de cambios estilísticos, sinónimos, detalles que indicaban una atención muy especial a la forma y, en cierto modo, daban por tierra con la percepción general de que Felisberto era un escritor intuitivo y dado a un estilo “simple” y poco cuidadoso.

Mis vacaciones llegaban a su fin y pronto tendría que volver a mis obligaciones docentes en la University of Nebraska, Lincoln, donde entonces estaba a cargo de la enseñanza de literatura hispanoamericana. Advertí que aquel cuaderno—quizás algo más parecido a una libreta—se trataba de un diario, y en particular del diario del viaje a Chile con el grupo Vanguardias de la Patria, que el joven Hernández había emprendido a los 14 años y que consta en Tierras de la Memoria. De mis notas de estudio de aquellos días, rescato lo siguiente:


* 14 años: Vanguardias de la Patria. Viaje. [Hay diario.]

"Ahora pienso que en aquella época yo viajaba sin recuerdos: más bien los hacía; y para hacerlos intervenía en las cosas; pero mi acción era escasa comparada con la de mis compañeros; atendía la vida como quien come distraído. Yo era el último en comprender y a menudo fingía haber entendido."

Lo escrito entre corchetes, recuerdo, eran siempre anotaciones de importancia. Evidentemente, un estudio a fondo de ese último largo relato de Felisberto se habría enriquecido enormemente cotejando los datos pertinentes al viaje con lo escrito—tantos años antes—en un diario, por demás mencionado específicamente en el texto de ficción. ¿Cómo manejaba, cómo había manejado el autor el dato de la realidad? ¿Cuán “real” había sido aquel diario? ¿Cuán real podría haber sido aquel diario escrito sobre la marcha por un chico de 14 años? Era especialmente interesante, claro, constatar que Felisberto había cedido al impulso de la escritura a temprana edad y resultaba fascinante poder investigar si la escritura del niño podría sugerir alguna característica del escritor adulto. ¿Podría quizás aquel texto, bastante extenso por otra parte, haber influido estilísticamente en el escritor adulto, a efectos de lograr cierta frescura en su prosa? Recordemos que el propio Onetti lo calificaba como un falso naïf.[8] Recordemos también que Felisberto hablaba de las “fealdades” de su prosa como lo más característico de su estilo, lo cual puede hacernos sospechar que cultivaba esas “fealdades” con sumo cuidado. ¿Cuántas claves podría haber en aquella libreta? ¿Cuántas posibilidades críticas? Reflexionando hoy sobre este material que en algún momento tuve entre mis manos, debo decir que me parece quizás el documento más importante que nos dejó el autor, precisamente porque su estudio podría habernos revelado mucho y hasta muchísimo sobre el método de construcción del relato felisbertiano.

Si bien lo vi y llegué a hojearlo, no pude estudiar aquel valioso documento por razones de tiempo. Me fui, claro, convencido de que tal emprendimiento sería esencial a mi trabajo, y como en aquel momento ni siquiera había comenzado a escribir formalmente, me pareció que el estudio del librito podría postergarse hasta mi próxima visita. Había algo de interés inmediato que me había distraído varios días. Se trataba de una hoja mecanografiada y con algunas adiciones en tinta—y en taquigrafía—de Felisberto: un cuento titulado “En un lugar de árboles”, que yo no recordaba haber visto en las Obras Completas de Arca. Llamé a José Pedro y le describí con precisión lo que había encontrado. Confirmó que no estaba publicado y dijo, simplemente, “se me pasó…” Le sugerí que hablara con Ana María para concretar algún tipo de publicación del inédito, pero con la integridad profesional que lo caracterizaba, me dijo que si yo lo había encontrado, era yo quien debía estudiarlo y publicarlo. Así fue que, en mi segunda visita a Montevideo relacionada con el estudio de Felisberto, escribí un escueto análisis y publiqué en Jaque aquel pequeño hallazgo.[9]

Meses más tarde, ya encaminado con mi texto, y habiendo decidido estudiar exclusivamente los relatos largos (El caballo perdido, Por los tiempos de Clemente Colling y Tierras de la memoria,) resultaba urgente analizar aquel diario para investigar su posible impacto en este último texto que fuera publicado en forma póstuma y que el autor aún corregía antes de su muerte. (En la edición de José Pedro Díaz constan, por ejemplo, versiones alternativas del principio del relato.) Escribí una propuesta con el rigor que exige este tipo de cosas en las universidades estadounidenses y tuve la suerte de permitirme un viaje corto a Montevideo—los diez días del Fall Brake, en el mes de marzo—exclusivamente para estudiar el diario y financiado por la universidad estatal de New York en Binghamton, donde había comenzado a trabajar hacía relativamente poco.

Ana María me esperaba, con su acostumbrada amabilidad, y apenas llegué a la casa de Sayago, puso a mi disposición—como tantas otras veces—todas aquellas carpetas, que yo había ordenado, ahora perfectamente rotuladas de mi puño y letra. La libreta negra, sin embargo, no estaba. Me consta que se buscó en varios lugares y yo mismo ayudé a ver si había caído detrás de los armarios de la sala. La búsqueda fue infructuosa y hasta hoy, parece no haber rastros de algo tan importante y, lamentablemente, sin copia. Sigue extrañándome que José Pedro Díaz, que mucho antes que yo tuvo acceso a los materiales, no haya mencionado este diario, en particular. No sé por qué no se le ocurrió a nadie que era material publicable y de sumo interés para los estudiosos y hasta para los curiosos.

Entiendo que otros investigadores tuvieron acceso al material después que yo. Sé quiénes son, pero no se trata aquí de acusar a ningún colega. No sé si vieron el diario, pero me consta que no ha sido mencionado en ningún libro, artículo u otra publicación comercial o académica. Eso desapareció, simplemente. Varios años después, el profesor Pau estuvo en Montevideo y evidentemente se puso en contacto con la familia.[10] En su libro reciente hay abundancia de materiales y fotos—algunas de las cuales yo no vi o no recuerdo haber visto—pero no se menciona el diario. Quizás pueda entonces asegurarse sin equívoco alguno que el documento no está en posesión de Ana María. Como me consta que no está entre los materiales que vigila la Fundación Felisberto Hernández y no tengo razón alguna para dudar la palabra de Sergio Elena—el hijo mayor de Ana María—que ni siquiera recuerda el documento, no cabe otra hipótesis: el diario fue robado.

Walter Diconca Hernández, a quien conocí hace ya tiempo en Washington D.C. donde se realizó uno de los primeros homenajes internacionales a Felisberto, hijo de María Isabel Hernández Guerra, la hija mayor del autor, y su esposa Naguy Marcilla, han reunido una cantidad enorme de documentos de y sobre Felisberto que, perfectamente catalogados, están a disposición de los investigadores en la sede de la Fundación, en Montevideo. El proyecto de la organización va mucho más allá de la preservación y el catálogo cuidadoso de todo lo referente a la obra del escritor. Se trata de difundir, fomentar y contribuir al estudio de un corpus literario que ha despertado interés internacional desde hace mucho tiempo y, paradójicamente, se ha estudiado con más entusiasmo en el extranjero que en Uruguay. Como su primo Sergio, Walter desconoce la existencia del diario del viaje a Chile y me ha confirmado que jamás ha tenido contacto alguno con ese documento. Podrá quizás haber algunos manuscritos que la Fundación no registre en sus copiosos archivos—el propio Felisberto no era muy cuidadoso de su obra y pudo haber dejado con amigos, familiares, o alguna de sus compañeras de ruta, materiales que hoy serían de incalculable valor para los críticos. Ronga, una de sus hermanas, tenía en su casa ejemplares de los libros sin tapas, que me obsequió el día de nuestro encuentro. ¿Qué más habría en aquella casa en la calle Petain? ¿Qué más pudo tener Paulina? Se sabe que Amalia Nieto conservaba cartas de Felisberto que solo han sido parcialmente divulgadas. ¿Quién más tiene cosas? Cosas que permitirían establecer con menos vaguedad las claves de esa escritura que estudiamos como marginal precisamente porque no podemos encontrar todas las puntas y atar todos los cabos. Si pudiéramos estar seguros de que esos materiales posiblemente desconocidos están en buenas manos, es decir, están guardados bajo condiciones razonables de seguridad, adecuadamente catalogados y copiados fielmente, los investigadores trabajaríamos con más eficacia y con más entusiasmo aún. La Fundación, luego de menos de una década de trabajo intenso, ha logrado la publicación de ediciones críticas bien anotadas y adecuadas—en diseño, claridad de impresión y calidad de objeto—a las necesidades del marketing postmoderno. Todo esto muy reciente y seguramente prometedor.

Desgraciadamente, y por razones totalmente ajenas a la incómoda situación del diario, mi relación con Ana María fue deteriorando y hoy ya no frecuento la casona de Sayago como solía. Mucho me apena tal situación porque estoy convencido que entre aquellos muros húmedos han quedado muchas cosas que merecen la atención de especialistas. Es más, la desaparición del diario no es el único misterio del cual fui testigo. Advertí una tarde que entre aquella pila de papeles que el tiempo iba oscureciendo, había—sin funda y sin rótulo—un viejo disco Long Play de pasta. Se trataba de una grabación, en voz de Felisberto del texto “Explicación falsa de mis cuentos”, en versión íntegra. Tuve el disco en mis manos y no solo tuve oportunidad de escucharlo sino también de grabarlo, ya que Ana María tuvo la enorme gentileza de prestármelo por unos días. (Estaba algo deteriorado, de modo que le pedí a un buen amigo, cuyo equipo tenía filtros capaces de corregir bastante las imperfecciones del original, que me lo grabara en un cassette.) Aquel disco, que devolví puntualmente a su dueña, había sido grabado en el SODRE para el Archivo de la Palabra. Lamentablemente, ya no se encuentra en los archivos de la institución, la Fundación no lo registra en sus propios archivos, Sergio Elena ignora su existencia y, aparentemente, ya no está en la casa de Sayago. Tampoco yo cuidé con el debido celo aquella copia, que de alguna manera extravié y a pesar de una búsqueda que ya lleva años, no he podido recuperar. El texto en cuestión es una Poética de Felisberto y ha sido estudiado exhaustivamente por la crítica. Está cuidadosamente editado y creo incluso que su manuscrito goza de buena salud. Si bien el interés que tiene esa grabación hoy quizás definitivamente perdida es más documental que crítico, no deja de ser muy triste que haya desaparecido. Por suerte, hay otros registros de la voz del autor que han sido rescatados por la Fundación y están debidamente editados en un lujoso librito que incluye un CD de muy buena calidad.[11]

Cabe esperar que nuevas generaciones de críticos emprendan la difícil tarea de revalorar a un autor inagotable. Como Gardel, que cada día canta mejor, y es un referente ineludible de nuestra cultura rioplatense, Felisberto—nadie usa su apellido, se trata de un amigo—escribe mejor cada día que pasa. La generosidad de Ana María Hernández de Elena con algunos estudiosos, paradójicamente unida a su reticencia a otorgar derechos de publicación de una manera algo caprichosa, han causado la pérdida quizás definitiva de fuentes importantísimas de análisis crítico.[12]

La obra de Felisberto Hernández es esencialmente patrimonio cultural del Uruguay y las importantes traducciones, así como el estudio de su obra por parte de críticos del mundo entero y en el mundo entero, quizás justifique su consideración como patrimonio cultural de la humanidad. Los familiares de Felisberto vinculados a la Fundación no han tenido contacto alguno con el diario del viaje a Chile; tampoco con la grabación de la “Explicación falsa de mis cuentos”. Los familiares que alguna vez lo tuvieron en sus manos, lo han perdido. En el caso del diario no hay quien haya anunciado hasta el momento extravío o pérdida por accidente de cualquier índole. Nadie podrá publicar ese diario, por ejemplo, sin exponer su deshonestidad—ahora—al mundo entero. Y de alguna manera, quién sabe cómo, no debería permitirse que por razones que, sospecho, nada tienen que ver con la literatura, se haya entorpecido—o se entorpezca—la labor de quienes pretenden—nada más ni nada menos—que a un escritor de indudable importancia se le considere como merece. Nadie debe apagar ciertas lámparas…

Horacio Xaubet, Ph.D.

North Carolina Central University


[1] Juego, evidentemente, con ambos títulos de obras ineludibles en cualquier estudio serio sobre Felisberto Hernández: Felisberto y yo, de Paulina Medeiros (Montevideo: Libros del Astillero, 1982) y ¿Otro Felisberto?, de Ricardo Payares y Reina Reyes (Montevideo: Editorial Imago, 1983.) Por razones que quedarán muy claras hacia el final de este trabajo, bien podría haberlo titulado El cuaderno perdido. Quienes conozcan la obra de Felisberto, sin embargo, podrían haberlo considerado algo cursi

[2] Se habló bastante de eso en clase, especialmente cuando analizamos el cuento “El perseguidor”, alusivo al gran saxofonista Charlie Parker.

[3] Ana Inés Larre Borges. “Felisberto Hernández: Una conciencia filosófica.” Revista de la Biblioteca Nacional. 22 (1983): 5-40.

[4] Ver la nota #1.

[5] El libro se titula Felisberto Hernández: Del creador al hombre. (Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, 1975.) Es sumamente útil como primera aproximación al escritor, especialmente por todo lo que contiene de anecdótico y personal. El padre de Norah, Alcides Gilardi, fue muy buen amigo de Felisberto.

[6] “(E)n realidad no se sabe si es un pianista que se convirtió en escritor o un escritor que durante años desvió su vocación de narrador canalizándola en la de concertista.” No dispongo del texto original de Visca, ya agotado, por lo cual no puedo citar páginas. En Urbanos y camperosAntología del cuento uruguayo. 6 vols.) (Montevideo: Banda Oriental, 1968, Vol. 4 de la

[7] Se trata de Desde el fondo de un espejo: Autobiografía y (Meta)ficción en tres relatos de Felisberto Hernández. (Montevideo: Linardi y Risso, 1995.)

[8] El artículo se titula, “Felisberto el naïf”. En Cuadernos Hispanoamericanos. 302 (1975): 258.

[9] Horacio Xaubet. “Síntesis y concreción de ideas: A propósito de materiales inéditos de Felisberto Hernández.” Jaque (Montevideo, Uruguay) July, 1985, 8-9.

[10] Antonio Pau. Felisberto Hernández: El tejido del recuerdo (Madrid: Editorial Trotta, 2005)

[11] Felisberto Hernández. El balcón / El cocodrilo. (Volumen 29 de la serie De Viva Voz, Madrid: Visor Libros, 2010)

[12] Baste recordar que la edición crítica de Archivos de la UNESCO, cuyo prólogo y notas habrían estado a cargo de José Pedro Díaz, con la participación de otros críticos de importancia, jamás llegó a realizarse por razones cuyos detalles desconozco.

El autor, Horacio Xaubet (der.), junto al presidente de la Fundación FH, Walter Diconca

5 comentarios:

  1. FELISBERTO HERNANDEZ
    Los dos mejores escritores del siglo son argentinos. Uno es el uruguayo Felisberto Hernández y la otra es la argentina Silvina Ocampo. No sé si son los dos mejores escritores del siglo. Ni siquiera sé si son argentinos. Pero vale la pena discutir por estas miserias? Lo cierto es que los dos mejores escritores del siglo son argentinos. Y también es cierto que sus nombres son Felisberto Hernández y Silvina Ocampo.
    Felisberto Hernández es un hombre que toca el piano y escribe. Silvina Ocampo es una mujer que saca a pasear al perro y escribe.
    Felisberto Hernández escribe como toca el piano. Silvina Ocampo escribe como si sacara a pasear al perro.
    No sé si Felisberto Hernández tocaba el piano como Silvina Ocampo paseaba al perro. La verdad es que nunca vi a Felisberto Hernández tocar el piano y la visión que tengo de Silvina Ocampo paseando al perro no es suficiente para compararlos. Supongamos, vamos a suponer, que Silvina Ocampo paseaba al perro como si tocara el piano y Felisberto Hernández tocaba el piano como si paseara al perro.
    De cualquier modo, y como un cuadro que no es una ventana no se pone amarillo como las fotografías y los tranvías, ellos escribieron como dos chicos que se hacen la rabona y cuando se arrepienten es tarde pero son felices y eso tampoco basta para que no sufran como personas grandes que han cambiado el futuro por las figuritas de los recuerdos.
    Sus cuentos son la "figurita difícil" que nos falta para completar el álbum y que si la consiguiéramos nos sobraría como si nos faltara dos veces y lo que nos sobrara fuera el álbum.
    Puede ser que a estos cuentos les falte fondo. En realidad, el fondo de estos cuentos es tan transparente que lo que vemos del fondo es un guante que en realidad es una mano a la que le falta el guante.
    Si Felisberto Hernández es un pianista que escribe entre un concierto y otro, Silvina Ocampo es una pianista que como no sabe tocar el piano no le queda más remedio que escribir mientras otros tocan por ella.
    Finalmente lo que a Felisberto Hernández lo salvan son unas pocas páginas admirables y por supuesto imperfectas.

    constantino mpolás andreadis LITERATURACONSTANTINO.BLOGSPOT.COM

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    1. ¡Gracias Constantino! Pero capaz que los dos más grandes escritores del siglo (Felisberto y Silvina) son... uruguayos.

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  2. FELISBERTO HERNANDEZ
    Los dos mejores escritores del siglo son argentinos. Uno es el uruguayo Felisberto Hernández y la otra es la argentina Silvina Ocampo. No sé si son los dos mejores escritores del siglo. Ni siquiera sé si son argentinos. Pero vale la pena discutir por estas miserias? Lo cierto es que los dos mejores escritores del siglo son argentinos. Y también es cierto que sus nombres son Felisberto Hernández y Silvina Ocampo.
    Felisberto Hernández es un hombre que toca el piano y escribe. Silvina Ocampo es una mujer que saca a pasear al perro y escribe.
    Felisberto Hernández escribe como toca el piano. Silvina Ocampo escribe como si sacara a pasear al perro.
    No sé si Felisberto Hernández tocaba el piano como Silvina Ocampo paseaba al perro. La verdad es que nunca vi a Felisberto Hernández tocar el piano y la visión que tengo de Silvina Ocampo paseando al perro no es suficiente para compararlos. Supongamos, vamos a suponer, que Silvina Ocampo paseaba al perro como si tocara el piano y Felisberto Hernández tocaba el piano como si paseara al perro.
    De cualquier modo, y como un cuadro que no es una ventana no se pone amarillo como las fotografías y los tranvías, ellos escribieron como dos chicos que se hacen la rabona y cuando se arrepienten es tarde pero son felices y eso tampoco basta para que no sufran como personas grandes que han cambiado el futuro por las figuritas de los recuerdos.
    Sus cuentos son la "figurita difícil" que nos falta para completar el álbum y que si la consiguiéramos nos sobraría como si nos faltara dos veces y lo que nos sobrara fuera el álbum.
    Puede ser que a estos cuentos les falte fondo. En realidad, el fondo de estos cuentos es tan transparente que lo que vemos del fondo es un guante que en realidad es una mano a la que le falta el guante.
    Si Felisberto Hernández es un pianista que escribe entre un concierto y otro, Silvina Ocampo es una pianista que como no sabe tocar el piano no le queda más remedio que escribir mientras otros tocan por ella.
    Finalmente lo que a Felisberto Hernández lo salvan son unas pocas páginas admirables y por supuesto imperfectas.

    constantino mpolás andreadis
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  3. FELISBERTO HERNÁNDEZ II
    había una vez un hombre con bigotes que no usaba bigotes y que tampoco se llamaba felisberto sino felisberto hernández. como las nenas de quince abriles y el peluquero de la otra cuadra, jugaba con las muñecas como nabokov con las palabras. claro que no era cabrera infante: para ser tan cubano como él siempre le va a faltar haber vivido en londres para morirse en todas parte menos en el uruguay donde nació. nunca fue llamado ni despedido. cuando tocaba el piano no sólo no parecía un murciélago sino que no era un murciélago sino un murciégalo que lo que es es un escarabajo. en fin, nada del otro mundo. como los buenos y los malos pianistas él era tan mediocre que nadie lo aplaudía ni lo silbaba. ya sé que para decir que nadie lo escuchaba lo que tuviera que haber hecho es pasar de largo por esa frase tan breve si para un faulkner para un francés como proust. eso sí, si después de tantas palabras no sobrevive la palabra, yo los invito a leer a este uruguayo de medio pelo que si intentaba peinarse a lo gardel era porque gardel era uruguayo como nuestro borges argentino y nuestro macedonio macedonio. este texto sólo podrá ser leído como se debe una vez que el lector haya buscado inútilmente el nombre de silvina ocampo para encontrarlo felizmente en el final feliz que le deseo

    constantino mpolás andreadis
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  4. Estimado Constantino
    No se de que fecha ud colocó este material pero la voz d Felisberto aún está en el Museo dee la Palabra y fue sacado en cassete por la revista Brecha.

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